Invalidez Certificada
Nude and Nasty Local Spanish Administration...
(You need understanding spanish language)
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Invalidez Certificada
María y José son dos ancianos amigos míos desde hace casi diez lustros. María tiene ochenta y cinco años, desde niña soporta la Poliomielitis, enfermedad cuyas secuelas pueden verse en sus piernas octogenarias. José es un año mayor, sin embargo, sus ochenta y seis primaveras aún le permiten andar largos recorridos y ocuparse de su querida compañera.
Hace veinte años vivían en el cogollo de Madrid, cerca de la Puerta del Sol. Poco después de jubilarse ambos, hicieron un balance de su situación personal y económica. En su lista tenían la voluntad de cambiar de residencia para respirar unos aires más tranquilos, saludables y deleitosos.
Esta benévola y apacible pareja, tras sopesar ventajas e inconvenientes de las posibilidades barajadas, decidieron comprar un pisito en la todavía tranquila Valdemoro de aquellos días, los años ochenta. La cercanía a la capital, donde viven sus hijos y nietos, la calidad de vida de entonces, tanto de paisaje como de paisanaje, y sus apreciadas amistades valdemoreñas, entre las que me encuentro, inclinaron la balanza de su decisión.
Los años iban pasando mientras nuestra Villa y sus habitantes cambiaban de forma ostensible, aunque casi nadie parecía querer darse cuenta. Todavía sin peligro de explosión, Valdemoro engordaba por tragar las pitanzas del progreso sin masticar y en mal estado. María y José vivían con cierta placidez, pero los achaques de la edad se apoderaron de los huesos de María.
Al principio, ella se agarraba al brazo de José y marchaba más o menos bien. Pero llegó el día en que sus endebles piernas le impidieron moverse incluso así. Sus frágiles articulaciones apenas le permitían caminar sin doblarse. Un día casi dobla a su marido. En esa situación, los médicos le aconsejaron usar un andador y salir a la calle con él para caminar todos los días un poquito.
Este suave ejercicio dio resultado poco más de un año, hasta que María no pudo andar ni siquiera con andador. Ni sus piernas ni sus brazos querían sostenerla ya. Una mañana, José llevó a María al Centro Base de Madrid, situado en la calle Melquíades Biencinto, con el fin de hacerle un examen médico y obtener el certificado de su minusvalía.
En este centro especializado de salud le informaron de todas las ventajas que podía obtener con el certificado de su minusvalía. Entre ellas, la tarjeta de aparcamiento para minusválidos que cada ayuntamiento debe conceder en breve plazo a sus vecinos demandantes y acreditados, tras la presentación del citado documento oficial.
Tras recibir la carta certificada con su grado de disminución, José se dirigió al Ayuntamiento de Valdemoro, llevando consigo los papeles necesarios para solicitar la tarjeta de residente con minusvalía, con derecho para ocupar su vehículo las plazas reservadas de color azul. Cumplido el cometido, transcurrieron unas cuantas semanas sin noticias municipales al respecto.
Pero un día, sin previo aviso, se presentó en el domicilio de María y José una pareja de policías locales. Según me relató José, cuando entraron ninguno de ellos se quitó la gorra de su oscuro uniforme. El que llevaba la voz cantante, con porte más veterano, severo y arisco, le dijo que “venía de parte del departamento que gestiona las tarjetas de invalidez para vehículos y que debía comprobar si su esposa no se podía mover”.
El jefe policial preguntó a José por su impedida esposa y, sin más ni más, la pareja de gorra entró hasta los íntimos aposentos de la longeva pareja. Sin guión de ninguna clase, le hicieron a María una serie de preguntas fuera de toda coherencia sanitaria y social. Luego le ordenaron que se levantara como si fuera uno de sus colegas. La exigencia uniformada hizo que ella intentara levantarse al instante. Pero ni por esas pudo hacerlo. Para conseguirlo necesitaba de un gran esfuerzo propio, junto con ayuda, paciencia y buenas maneras ajenas.
Una vez realizada esa misión especial, el uniformado más joven rellenó un papel con cuatro palabras mientras marchaba con su jefe hacia la salida. La marcha de los agentes locales dejó un envolvente olor a naftalina y un tosco “adiós”, mientras María y José se quedaban perplejos por la inesperada y extraña visita.
Antes de poder salir de su asombro, que duró varios días, se enteraron de que ésta no debía haberse efectuado. Fue una gestión del todo innecesaria, en verdad inválida. En realidad, tras la sencilla presentación del certificado válido y oficial, el del Centro Base de Madrid, y su comprobación en las oficinas del Ayuntamiento, tendrían que haber tramitado este documento aquí para ser recogido por José algunos días después.
Cuando Jesús, uno de los hijos de María y José, sacerdote de profesión con fuerte carácter, se enteró de lo sucedido, quiso liarse a latigazos con las personas responsables de tal despropósito; de la misma forma que su tocayo judío y de Nazaret con los mercaderes en el Templo de Jerusalén. Sin embargo y por fortuna, entre sus padres, sus demás hermanos y yo mismo, pudimos contenerlo y canalizar sus iras hacia labores constructivas y benéficas para otras personas, incluyendo a las autoras de la ineptitud relatada.
Es ésta una de tantas fantasmadas valdemoreñas de responsabilidad desconocida. Aunque el castillo de donde salió es muy bien conocido por muchísimos valdemoreños y, fíjate tú por dónde, también hoy por bastantes foráneos de muchos rincones del globo terráqueo. Es éste otro botón del traje que viste hoy la tan anunciada “Valdemoro del Progreso y el Crecimiento”, “Una Ciudad para Vivir”… con invalidez certificada.
Por fortuna, José y María, mucho más enterados de los asuntos burocráticos municipales y de la forma de trabajar de nuestra lechuguina Administración, se parten de risa cada vez que cuentan esta historia. Y José añade con sorna: “Otra vez no me pillarán”.
e-mail: baldomerodescartes@yahoo.es
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